Desde que cumplí nueve meses empecé a notar a mis padres algo pesados con la comida. Hasta entonces, mis padres me daban de comer bastante bien; pero empezaron a querer darme otra cucharada cuando yo ya había acabado y un día intentaron meterme una cosa gelatinosa y repugnante que llamaban “sesitos” y decían que era de mucho alimento. Al principio eran hechos aislados y no les di mucha importancia. A veces, para verles contentos, me comía la cucharada de más, aunque luego me encontraba pesado toda la tarde y tenía que tomar una cucharada menos por la noche.
Ahora me arrepiento, y pienso si no debí ser más estricto desde el principio. ¿Será verdad eso que dicen que, si cedes ante tus padres aunque sólo sea una vez, se malcrían y luego siempre están exigiendo? Yo siempre había pensado que educaría a mis hijos con paciencia y diálogo, lejos de los autoritarismos; pero ahora, a la vista de lo sucedido, ya no sé qué pensar. El verdadero problema empezó hace un mes y medio, cuando yo tenía diez.
De repente, empecé a encontrarme mal. Me dolía la cabeza, la espalda y la garganta. Lo de la cabeza era lo peor; cualquier ruido resonaba y me recorría el cuerpo de abajo arriba y de arriba abajo. Cuando la abuela me decía “Cuchi Cuchi” (ella me llama Cuchi Cuchi, y a mí, la verdad, casi me gusta más Pablo) sentía que me iba a estallar la cabeza. Y, para colmo, en vez de desahogarme llorando, como otras veces, mi propio llanto me resonaba en los oídos y cada vez estaba peor. Esa especie de plastilina amarillenta que a veces aparece en mi pañal (no sé de dónde saldrá, pero mamá nunca me deja jugar con ella) también cambió; olía mal y me escocía el culito. Alberto, un amigo del parque que tiene 13 meses, me dijo que eso era un virus y que no tiene importancia; pero mis padres no deben entender tanto de eso como Alberto, porque parecían preocupados, como si no supieran qué hacer.
Durante casi una semana, es que no podía ni tragar. Suerte del pecho, que siempre entra bien; pero lo que es la papilla, se me ponía una cosa aquí en la garganta que acababa vomitando. Y lo extraño, es que ni siquiera tenía hambre. Yo les decía a mis padres lo que pasaba, pero no entendían nada. A veces me desespero con ellos, y pienso que ya va siendo hora de que aprendan a hablar. Todo lo entienden al revés. Yo lloraba flojito y largo, diciendo “abrázame todo el rato” y ellos me dejaban en la cuna. Yo ponía cara de “hoy, la verdad, no me apetece nada” y ellos venga a darme más comida.
Yo hacía muecas de “una cuchara más y vomito” y ellos se enfadaban y gritaban, y decían no sé qué de “marranadas”. Por suerte, el dolor de cabeza y todo eso sólo duró unos días. Pero mis padres no han vuelto a ser los mismos. Siguen empeñados en darme comida que no quiero. Y no ya una cucharada más, como antes; ahora pretenden que coma el doble o el triple de lo normal. Se comportan de una manera muy rara; tan pronto están eufóricos y hacen el indio, con la cuchara gritando “¡el avión, mira el avión, brrrrrrrruum!”, como se ponen agresivos y me intentan abrir la boca a la fuerza, o les entra la depre y se ponen a gimotear.
Pensé si no sería el virus, si no les estaría doliendo también la cabeza y la espalda. Sea lo que sea, el caso es que la hora de comer se ha convertido en un verdadero suplicio; sólo de pensarlo me entran ganas de vomitar, y se me quita la poca hambre que tengo… (Tomado del libro “Mi niño no me come”, del Dr Carlos González, Ediciones Temas de Hoy).
También puede Interesarte: